La vida como llamado

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Les ofrezco una reflexión estudiada con un grupo de religiosas de las Pequeñas Hermanas Misioneras de la Caridad que celebraron este año su Capítulo General en Roma. Se trata de la primer parte llamada la vida como llamado; la segunda será la vida como misión.


Fernando Fornerod fdp
Pres. Roque Sáenz Peña - Chaco -

introducción

Para mí es una gran alegría compartir con Ustedes este momento de silencio carismático; de escucha atenta a la voz del Espíritu; de Aquél que nos habla por medio de nuestro carisma y de nuestra historia. Un capítulo general tiene características únicas. Les agradezco sinceramente esta oportunidad que me brindan.
Después de esta nota personal, quisiera comunicarles también, otras impresiones que tuve al estudiar el material que me enviaran para la preparación de este aporte. En las hojas que me llegaron he podido individualizar un desafiante común denominador; sus características, lo convierten en una provocación insoslayable; evidente y urgente: la sintonía [1]. Que es como expresar una necesidad, proveniente desde lo profundo de cada una de ustedes y de la entera familia: tener un mismo sentir; o bien en otra palabras: ser y tener unidad. Y lo enuncian de muchas maneras: unidad entre misión y vida espiritual; entre hermana y hermana; entre este capítulo general y el resto de la familia; queremos, escribían, tener una “gramática” común (o bien hablar un mismo lenguaje; entenderse unas a otras) y por último, finalizaban: “no nos hace falta saber más (qué) necesitamos que el experto nos ayude a saber hacer (cómo).
Y entonces me surgió espontáneo: “eligieron la persona equivocada”.
No creo que pueda ayudarles con el cómo; veamos si puedo ayudarles mostrando otro horizonte: el horizonte de sentido. Entre los aportes que me dieron, se nota evidente una primera urgencia: sintonía entre la misión y la vida espiritual; ustedes colocan en dicho texto relación entre “espiritualidad e institucionalidad”. Y bien, la misión, en cierto modo se puede programar; hay tantos proyectos, programas congregacionales. Sinceramente no sé ya cuantos de estos libritos, nosotros los FDP, tenemos en nuestras bibliotecas. Por otro lado, no debemos engañarnos: la vida espiritual (la vida en el Espíritu) no es tan programable como quisiéramos (el Espíritu “sopla donde quiere y nos lleva donde no queremos” –Jn 3,8; 21,18–). En efecto, tal vida espiritual es vida “con Otro”. Y ese otro es Dios. Pero también es vida en la historia; y esa historia son los otros y nosotros. Y entonces los partners de nuestra vida también son sujetos libres; y vaya si lo son.

Por ello, creo debamos comenzar por el último tópico propuesto; el que me señalaran entre las propuestas del mensaje preliminar. En efecto, escribían hacia el final: “sabemos qué” necesitamos saber ahora “cómo”. Y yo, con mucha humildad les propongo que busquemos más bien saber “para quién” hacemos lo que hacemos y somos lo que somos. Ya que seguramente coincidirán conmigo en que esto sea lo más importante; y para ello, pienso que me llamaron, y por eso estoy aquí. El resto creo que no lo sabremos nunca; o no lo sabremos de entrada. Más adelante, en el despliegue histórico de nuestra existencia, podremos saber, o mejor, “hacer memoria” de estas dos experiencias; (“María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón” –Lc 2,19–; “«¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas!” –Lc 24,25–).
Como propuesta metodológica sugiero dos aproximaciones. El primero: la vida y la misión evangelizadora como llamado; el segundo: la vida y la misión como peregrinación.

La vida y la misión evangelizadora como llamado


Nuestra vida apostólica es fecunda. Hacemos muchas cosas; servimos y acompañamos mucha gente; gestionamos obras y personal (“Señor, hasta los demonios se nos someten en tu Nombre” –Lc 10,17–). Sin embargo en medio de tanta fecundidad y logros realizados, constatamos una cierta experiencia de desgaste interior. Por momentos nos sentimos divididos; tironeados; agobiados por la actividad. Hay indicadores de nuestro cansancio: cada vez somos menos y más son las tareas que nos piden. Hay experiencias lindas, pero la mayor de las veces esos frutos se esfuman, por que surgen otras necesidades; otras urgencias. Muchas hermanas están cansadas; desorientadas. y ante un mundo con inmensas necesidades; con tantas cosas que hacer (“era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer” –Mc 6,31–); podría venirnos la tentación del agobio y de la desilusión (“Simón Pedro les dijo: «Voy a pescar». Ellos le respondieron: «Vamos también nosotros». Salieron y subieron a la barca. Pero esa noche no pescaron nada” –Jn 21,3–).

Y en verdad, el problema pareciera no provenir de todas las muchas cosas que tenemos para hacer (“a los pobres los tendrán siempre con ustedes” –Jn 12,8–). Nuestro inconveniente podría encontrarse en que las razones para permanecer en nuestro ser se han debilitado. Y digo debilitado, para no decir que en algunos casos hemos oscurecido la luminosidad de nuestras convicciones interiores.

El novelista, ensayista, dramaturgo y filósofo argelino Albert Camus supo decir: “la verdadera desesperanza, no nace ante una obstinada adversidad, ni en el agotamiento de una lucha desigual. Proviene de que no se perciben más las razones para luchar e, incluso, de que no se sepa si hay que seguir luchando”. Y el Lic. Alberto Bustamante, presidente de Consudec comentando esta frase, escribe: “lo que Camus, en su agnosticismo, nos dice es que, si cuando aparece Goliat, Saúl huye, el problema no es Goliat, el problema es la interioridad de Saúl[2].

Cuando alguien desespera, las razones de tal experiencia nunca provienen del contexto. La desesperanza no es sociológica; siempre es antropológica. Vale el ejemplo de la lucha entre Saúl y Goliat. “Y el filisteo añadió: «Hoy lanza un desafío a las filas de Israel. Preséntenme un hombre y nos batiremos en duelo». Saúl y todo Israel, al oír estas palabras del filisteo, quedaron espantados y sintieron un gran temor” (1 Sam 17,10-11). ¿Qué le faltó a Saúl en su interior, que provocó su huída cuando apareció Goliat? Cuando mi interior ha sido arrasado, por más simples o complejos que sean los contextos, ya no encontraré razones suficientes para permanecer en mi ser. Los desafíos me han vencido antes de presentar batalla: porque ya me vencieron en mi corazón. El camino a recorrer, entonces reside en fortalecer nuestra interioridad; cuidar nuestra vida espiritual.
En efecto, uno, es mucho más que su hacer.
La propuesta de esta meditación, por lo tanto, consiste en mirarnos a nosotros para que el hacer no nos desintegre; no vuelva estéril nuestra identidad como consagrados. Debemos cultivar el ser desde la propia interioridad. Ahora bien, sabemos cómo se alimenta el hacer: bastan nuestras reuniones de cohermanas, los sueños de cada uno de nosotros, etc. Pero ¿Cómo se alimenta el “ser de una religiosa” de Don Orione?
Dos preguntas podrían ayudarnos a contestar esta cuestión: ¿Cuál es mi dieta espiritual? ¿Qué tomo y qué como para alimentar mi espiritualidad? Porque uno termina transformándose en lo que come y bebe (“de la abundancia del corazón habla la boca” – Lc 6,45). Si mi alimento es superficial; mis fuerzas son epidérmicas. Y también, si no cultivo mi interioridad; si no nos alimentamos, cualquier contexto nos obligará a huir como a Saúl. Sin convicciones interiores, no hay fortaleza para presentar batalla; ni esperanza para atravesar las dificultades.

Hay una hermosa imagen de este tipo de fortaleza. La encontramos en el siguiente fragmento del libro Los Novios, de Alejandro Manzoni. Recordemos brevemente el contexto de esta situación. La narración cuenta las circunstancias de una de las protagonistas de la novela: Lucía, quien huye del señor de la comarca: don Rodrigo. Ella, ya en la barca que la pondrá a salvo del peligro, dirige una última mirada de tristeza a su pueblo. En su corazón, sin embargo, abriga una esperanza. A pesar de las dificultades, la intimidad cultivada con esos lugares y, más precisamente, la experiencia de intimidad con aquel que es amado, le brindó la certeza de que todo lo que ocurre conduce a un bien mayor.

«[…] los pasajeros, silenciosos, con la cabeza vuelta hacia atrás, miraban los montes, y el pueblo iluminado por la luna […] se distinguían las aldeas, las casas, las cabañas: el castillejo de don Rodrigo […] Lucía lo vio y se estremeció; descendió con los ojos pendiente abajo, hasta su pueblecito, miró fijamente su extremidad, descubrió su casita, descubrió la ventana de su cuarto y, sentada como estaba, en el fondo de la barca, apoyó el brazo en el borde, apoyó la frente sobre el brazo, como para dormir y lloró en secreto. ¡Adiós, montes emergentes de las aguas […] cimas desiguales, conocidas por quien creció entre vosotras […] torrentes cuyos rumores distingue, al igual que el sonido de las voces domésticas; aldeas dispersas, que blanquean en la pendiente, como rebaños de ovejas paciendo; ¡adiós! ¡Cuán triste es el paso de quien, creciendo entre vosotros, se aleja! [...] Adiós casa natal, donde sentada, con un pensamiento oculto, se aprendió a distinguir del rumor de los pasos comunes, el rumor de un paso esperado con misterioso temor. Adiós casa aún ajena, mirada tantas veces de soslayo, al pasar, y no sin rubor, en la cual la mente se figuraba una estancia tranquila y perpetua de esposa. Adiós, iglesia donde el ánimo tornó tantas veces sereno, cantando las alabanzas del Señor; donde estaba prometido un rito; donde el suspiro secreto del corazón debía ser solemnemente bendecido, y ordenarse el amor, y llamarse santo, ¡adiós! Quien os daba tanta jocondidad está en todas partes; y nunca turba el gozo de sus hijos, sino para prepararles otro más seguro y más grande»[3].

Si Lucía no cultivaba esa experiencia en su interior, no hubiese estado fuerte para ponerse a salvo de don Rodrigo; ni hubiese descubierto el paso de la Providencia en su vida y en la de su prometido Renzo. Cultivar la interioridad no es autismo espiritual: es encuentro con Aquél que es el origen de nuestro ser y de nuestro hacer.

Por ello, en ese silencio interior descubro el tú divino. Él es la razón que da fortaleza a nuestro ser, a nuestro hacer:

El Señor le dijo: «¿Qué haces aquí, Elías?». El respondió: He quedado yo solo y tratan de quitarme la vida». [...] El Señor le dijo: «Sal y quédate de pie en la montaña, delante del Señor». Y en ese momento el Señor pasaba. [...Entonces] se oyó el rumor de una brisa suave. Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta. Entonces le llegó una voz, que decía: «¿Qué haces aquí, Elías?». El respondió: «[...] He quedado yo solo y tratan de quitarme la vida». El Señor le dijo: «Vuelve por el mismo camino, hacia el desierto de Damasco. Cuando llegues, ungirás a Jazael como rey de Aram[4].

Este silencio (“una brisa suave”) que estamos viviendo como hermanos, es para encontrarse profundamente con Aquel que es más intimo que nuestra propia interioridad. Y en esta actitud de escucha, cada uno de nosotros está llamado a ser palabra significativa para los demás. Y el paradigma es grande, inmenso; infinito. El Padre no tiene palabra, sino el ser de Jesús su Hijo; Palabra del Padre (Jn 1,14). Entonces, el silencio del que hablamos no es soledad: es generación de la vida; es la interioridad del encuentro. El silencio no es ausencia del otro; es presencia más profunda del otro (“Cuando un silencio apacible envolvía todas las cosas, y la noche había llegado a la mitad de su rápida carrera, tu Palabra omnipotente se lanzó desde el cielo, desde el trono real, como un guerrero implacable” –Sab 18,14-15).

Nuestro Padre fundador mientras era joven custodio de la catedral de Tortona (1891-1893), fue pobre entre los pobres y rico de tiempo para el Señor. De aquel período llegó a nosotros una poesía y un hermoso texto con notas poéticas de creyente enamorado. Este último fue publicado años más tarde[5]. En la intimidad; en el silencio se produjo un encuentro que lo fortaleció en los momentos de sacrifico y dolor por abrazar la virtud:



Delante de Jesús


Solo ..., de noche, en la iglesia extensa y oscura!
                   Un profundo silencio envuelve todas las cosas.
                   Las sombras descienden desde lo alto;
                   Allá, al fondo, cerca del altar, una lámpara …;
Es una luz pálida, serena.
De tanto en tanto, un soplo …, y un tenue haz de luz va hasta el muro,
besando la figura de un querubín.
Y el ángel, con esa gentil caricia parece confusamente moverse, y desprenderse, como si una ola de celestial amor lo reanimara.
Se reza bien, de noche, delante de Jesús.
Calla el mundo, callan los deseos,
Callan los irrisorios sueños de la fantasía.
La paz del Señor se difunde en toda el alma,
[una] paz grande, profunda; y alrededor silencio y paz, paz, paz.
¡Eres bienaventurada, oh lámpara humilde,
que vigilas consumiéndote delante de mi Dios.
Tú, que eres familiar a este ambiente saturado de amor que rodea el Corazón de Jesús, dime si conoces sus ardientes latidos, sus inenarrables dulzuras.
Ven, oh luz bendita, penetra mi corazón, hasta el fondo, en los rincones secretos … háblame del dulce Jesús ¡del Jesús amor!
Tu suave voz reanimará mi espíritu,
Y hará crecer la virtud, el sacrificio.

¡Oh dulcísimo Jesús!
Oh si en mi corazón una perenne llama de amor
emulase la lámpara que en el mechero vela para Ti,
Intensamente, ¡hoy … mañana … siempre![6].

Este tipo de soledad es intimidad; porque es presencia de Jesús: percibida, gozada y anhelada. No se permanece en el ser sin estos silencios. Porque en el silencio la presencia del Otro lo transforma en encuentro. Y nuestra vida religiosa; nuestra misión surgen de este encuentro con el Otro. Sin esta experiencia de encuentro, nunca abrazaremos las convicciones personales: para quién ser y mucho menos para quién hacer nada en nuestras vidas.
En efecto, difícilmente uno pueda soportar el qué y el cómo si no sabe a quién le ha dicho ese sí. Uno nunca sabe qué dice cuando dice que sí; y también ignora las implicancias de lo dicho. Solamente sabemos, cristianamente hablando, a quién le decimos que sí (“Pedro le dijo: «Nosotros hemos dejado todo lo que teníamos y te hemos seguido»Lc 18,28–). Necesitamos entonces, encontrarnos profundamente con ese tú a quien le hemos dicho que sí, por que el “qué” lo sabremos más adelante: en el despliegue histórico de nuestra existencia.
[...] El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo». Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Ángel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. [...] María dijo entonces: «Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho».Y el Ángel se alejó.
[...] Simeón [...] dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón.
[...] Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre[7].

Ejemplos de esta experiencia abundan en la vida de nuestro padre Don Luis Orione. Hemos elegimos el que vivió en el año 1903. Recordemos la situación; nuestro Fundador después de un largo y doloroso camino pidió en ese año la aprobación diocesana de su instituto. Casi al final de la carta escrita a Mons. Igino Bandi, afirma:
|11v| [...] No tengáis temores. Antes bien confortaos en vuestro corazón, mi buen Padre. Que |12r| esta incipiente Congregación por estar consagrada enteramente al Santo Padre y a la Iglesia, florecerá continuamente en el Calvario entre Jesucristo Crucificado y la Santísima Virgen de los Dolores; y de un Instituto que nace para estar voluntariamente en el Calvario, siempre uno se reconforta. [...][8].
Luis Orione ¿fue conciente de las implicancias encerradas en el deseo que su Instituto permaneciera siempre allí, en el calvario, entre Jesús crucificado y la Dolorosa? ¿Las pudo imaginar? ¿Las pudo prever? Este texto ¿fue una mera licencia poética fruto de un rapto espiritualizante y desencarnado? Ciertamente no; nuestro Fundador no supo ni una cosa ni la otra. Él estuvo seguro de una cosa: ese sí, se lo decía al Señor. Fue conciente que su instituto sería fecundo solamente si permanecía en el calvario entre Jesús crucificado y María Santísima Dolorosa. Y ofreció a otros (a nosotros que somos su familia) la posibilidad de decir también nuestro sí, allí donde Cristo selló su sí al Padre en la entrega de su vida (“dijo Jesús: «Todo se ha cumplido». E inclinando la cabeza, entregó su espíritu” –Jn 19,30–). Pero qué implicaba esto y qué circunstancias históricas le darían contenido, Don Orione no lo pudo saber; y como veremos, no lo supo jamás. Él también necesitó que su vida se desplegase a lo largo de la historia; allí, supo las implicancias de su sí dado al Señor con fe. De entre tantos episodios de su vida, entonces recordamos particularmente uno muy doloroso: las circunstancias de su envenenamiento mientras se desempeñó como vicario general de Messina (1912) y la consecuente calumnia divulgada en Melide y después en Tortona (1931)[9]. En estos dos fragmentos de cartas, se vemos todo su sufrimiento, y también su fe probada. El primero texto, fue escrito desde Buenos Aires a Mons. Simón Grassi; el segundo a los religiosos reunidos para los ejercicios espirituales. Ambos son del mismo período: 1934-1937.
|4r| […] No tenga miedo de que yo adquiera notoriedad en Tortona: Usted sabe, padre mío, que nunca nos entrometimos en el gobierno de la diócesis, directa o indirectamente. Sólo cuando Vuestra Excelencia me hablaba de algún dolor personal, he buscado darle algún tipo de consuelo. Excelencia, con el mismo amor de hijo con el que siempre lo he querido y servido, le suplico humildemente en Jesucristo y en la |4v|  Virgen Santísima no permita morir de este modo. Usted sabe que han querido ensuciarme con barro y, ¡qué barro! Son ya cuatro años que estoy esperando una palabra de defensa que salga de mi Obispo: la calumnia se ha extendido en la Diócesis y más allá también que, ¡hasta mis seminaristas la conocen! También han hablado de este asunto otros sacerdotes y laicos. Siempre he callado, siempre he sufrido y rezado, pero no soy una piedra: se trata del buen nombre, y de lo que un sacerdote tiene por más valioso: su honor. Nos hemos dirigido a nuestra Iglesia y a nuestro Obispo... Nunca he pedido juicios: no quiero hacer mal a nadie, sino el bien de todos: perdono a todos y quisiera dar la vida por todos. En oración, silencio y esperanza he aguardado pacientemente y con una gran confianza filial, una palabra de mi Obispo |5v| y Padre, que dijera: no es verdad. De mi Iglesia de Tortona, que he amado y servido tanto, como se ama a una Madre. Pero esa palabra nunca fue pronunciada. ¡Oh mi buen Padre!, ¡no permita morir de este modo![10].
El obispo, como sabemos, no pudo leer la carta; en efecto él murió el 31 de octubre[11]. El horizonte de sentido de tal sufrimiento pudo comprenderse y abrazarse como testimonio del amor al Señor; más aún como certeza (fundación) sobre la que se apoyó nuestro Fundador. De este período es su famosa carta sobre la fe:
[...] Como el oro se reconoce en el fuego y el amor con los hechos, de la misma forma, la Fe se prueba con las obras de misericordia; se acredita en las luchas y combates interiores de cada persona: se prueba en los combates exteriores y también en los vilipendios y persecuciones. Pero para la Fe, las persecuciones y difamaciones, en vez de ser ocasión para separarnos de Cristo, serán en cambio un aumento de vida cristiana, de vida verdaderamente abnegada, de perfección religiosa, de sólida virtud, de verdadero amor a Dios y a los hombres, de unión a Jesús y a su santa Iglesia[12].
Sin este cultivo de la interioridad la persona se desfonda; y pierde capacidad de pronunciar la palabra significativa de su ser. Habrá silencio de palabras, o ruido de palabras porque interiormente no se dialoga con nadie. La frustrante experiencia de una vida planteada como un monólogo narcisista. Sin este encuentro con el Tú divino, no tendremos palabras significativas en nuestro interior. Los frutos no tardarán en llegar; el contexto desafiante no encontrará convicciones espirituales fuertes en mi interior. Ignorando para quien entregar mi vida, en realidad, no queda otra posibilidad sino que me la arrebaten (“el que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvaráLc 9,24).

En segundo lugar, hemos mencionado que el desarrollo histórico del seguimiento del Señor es muy importante. Sí, el tiempo no algo que pasa: es un Alguien que viene (“El que garantiza estas cosas afirma: «¡Sí, volveré pronto!». ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!Apoc 22,20). De esa manera, el futuro es siempre alguien que me espera. Y ese que me espera en el futuro, siempre anticipa su manifestación en el presente (“Y el Rey les responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo»” Mt 25,40). ¿Para quién entonces me he soñado; para qué rostros? ¿Para qué personas? Ser religiosa, seguidora del Señor en la familia de Don Orione es ponerse en camino, pero alguno podría interrogarse ¿hacia dónde? No; esa no es la cuestión. La pregunta es ¿hacia quién? (este aspecto lo veremos en la segunda parte de la meditación). Los horizontes de nuestra vida no se definen en los “qué” ni en los “cómo”, sino en los “a quien” y “para quien” (“El joven dijo: «Todo esto lo he cumplido: ¿qué me queda por hacer?» [...] ven y sígueme» Mt 19,20-21). Solo él nos sostiene en el ser; y también en el hacer. No peregrino a lugares geográficos: peregrinamos al corazón de los hombres “instaurare omnia in Christo” (Mc 6,53-56). La Providencia en el transcurso de la historia nos permitirá saber el “qué” o el “cómo”; pero la fe nos permite estar seguros, ya desde ahora el “a quien” confiadamente depositamos nuestro sí.
|1r| [...] La Divina Providencia parece escondida al hombre: éste la ve y a menudo no la ama; la palpa y, a pesar de ello, no cree. La Providencia lo viste mejor que los lirios del campo y le da de comer. No obstante esto el hombre cree que está desnudo y hambriento. La Providencia gobierna el mundo con una ley armónica y eterna. Pero se oculta y no se hace ver a quien no tiene fe. Aunque se trate de una persona poderosa y rica. Los auténticamente sabios sobre esta tierra son aquellos que aman a Dios, que creen en Él; esperan en Dios y en las obras de sus manos: lo ven y lo tocan y perciben que les dice en lo más íntimo: tranquilos, estoy junto a Uds. No tengan miedo: ¡soy Yo! |2r| Ellos viven en la Providencia; mueren en la Providencia. Son personas simples y aunque su vida sea considerada una locura por el mundo, ¡ellos son sabios en el Señor! [...][13].
En el horizonte de mi “a quien”, efectivamente, no coloco mi rostro. No camino hacia mí mismo; si lo hiciera, no haría otra cosa que destruir todo y a todos los que toque. Por ello la vida y la misión son parte de un llamado, en el que el rostro de ese Tú divino, se hace presente en el diálogo de amor con cada uno de nosotros. Permitiéndonos decidir “a quién y para quien” entregaré mi vida; hacia quién voy a peregrinar; con quienes me encontraré y Quién será el que me dé el abrazo final.
[...] Esta Obra es tan querida por Dios que pareciera la Obra de su Corazón, ella vive en el nombre, en el espíritu y en la fe inmensa de la Divina Providencia; no a los ricos, más bien a los pobres, a los más necesitados y al pueblo me ha enviado el Señor. A esto nos llama el Señor, oh mis hijos: nos llama la Divina Providencia; ¿seremos nosotros hombres de poca fe? [...][14].
La vida y la misión es una vocación porque se funda en esta certeza: “Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor” (Jn 15,9).  Por ello Pablo, Madre Teresa, Juan Pablo II, nuestro Padre don Orione entre tantos santos y santas no nos dijeron sino: “ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20).


[1] Una de las definiciones de “sintonía” según la RAE es: coincidencia de ideas u opiniones.
[2] Bustamante, A., “Consudec: ‘casa común’ para esperanzarnos juntos” discurso de inauguración del 48° curso de rectores, 2011; en Consudec 1098 (2011) 1. Muchos de los conceptos del p. Alberto Bustamante, escuchados en sus conferencias nos han ayudado a la redacción de esta reflexión sobre nuestro carisma.
[3] Manzoni, A., Los novios, ed. y trad. por Nieves Muñiz, M., Madrid, Ed. Cátedra, 20012, 223-224. Esta misma imagen, fue retomada en la carta magna del método cristiano paternal: “Pero los dolores más profundos producen las alegrías más elevadas y la sociedad humana está hecha de tal manera que siempre del mal sale un bien mayor, como dice el mismo Manzoni en “Adiós, montes”. Tratad de que los jóvenes comprendan que progresan todos los días, en todos los sentidos; que cada día sientan que saben un poco más de la vida y que son un poco mejor, moral, civil y cristianamente. Cuanto más avanzan en el saber y en la virtud, más crece vuestro mérito y el suyo” Orione, L., [a C., Pensa, c., 21.02.22] en: La educación cristiana de la juventud; edición crítica de la carta de San Luis Orione sobre la “educación cristiano paternal”, Ágape, Buenos Aires, 2008, 84-85.
[4] Cf.: 1 Sam 19,10-15.
[5] DOPO I, 602.
[6] Orione, L., [sf., (1898), mi., ADO, Scr., 92,186]. Publicado en “L’Opera della Divina Provvidenza”, 1898; cf.: DOPO I, 602-603. Gemma, A., Il volto dell’Amore, LER Editrice, 586-587.
[7] Cf.: Lc 1,28;38; 2,35. Jn 19,25.
[8] Orione, L., [a I. Bandi, 11.02.1903, c., ADO, Scr., 45,25 bis, 11v-12r]; (L. I, 20).
[9] Para más detalles vé.: Fornerod, F., La Iglesia es caridad, Buenos Aires, Ágape, 2011, 329 s.
[10] [a «Mio buon Padre in Gesù Cristo», 16.10.1934, c., ADO, Scr., 107,208]; otra copia de esta carta: [a S. Grassi, 16.10.1934, c., of., ADO, Scr., 45,323-325]. Sobre el contenido de la carta enviada a Mons. Simon Pietro Grassi dice a Don Carlo Sterpi: «|1r| [...] Ayer en el “Conte Grande” le he enviado una carta. Después de haberla escrito, también le escribí al Obispo, pero hacia la mitad de la misma no pude aguantar y entré en el delicado y penosísimo tema. Escribí a los saltos y como me venían las cosas. No había más tiempo para rehacerla, ni para hacer yo mismo una copia. |1v| [...] Cumplí conmigo mismo. No existe otra copia. Ud. haga ya tres copias para el archivo. Ahora me siento más tranquilo: la cosa no debía quedar así [...]».
[11] Don Carlo Sterpi le comunica que Mons. Simon Pietro Grassi no pudo leer la carta porque había fallecido: Sterpi C., [a L. Orione, 07.11.1934, c., ADO, Scr. St., 7,270].
[12] [ccir, of., «Cari miei fratelli e figliuoli in Gesù Cristo, che vi trovate a Montebello», 24.06.1937] en, Bressan, G., «La lettera della fede», 14-15; (L. II, 458).
[13] [«Come è la Divina Provvidenza», sf., impr., ADO, Scr., 102,106].
[14] [ccir, of., «Cari miei fratelli e figliuoli in Gesù Cristo, che vi trovate a Montebello», 24.06.1937] en, Bressan, G., «La lettera della fede», MDO 14 (1972) 19; (L. II, 463). Luis Orione en el original italiano cambió “a questo” por “a questi” ci chiama il Signore ...”

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